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LA DÉCADA PERDIDA. LOS AÑOS OCHENTA EN PERÚ.



           La década de 1980 ha sido definida por algunos como la década perdida, debido a la época de recesión que vivieron los países de Latino América como consecuencia de la crisis de la deuda. La intención de este estudio es abordar si las políticas económicas llevadas a cabo durante esta década en Perú fueron las adecuadas, si se pudieron o no evitar y qué consecuencias tuvieron.

A partir de la segunda mitad de los años 70, la economía peruana entra en un periodo de crisis, concluyendo una etapa te rápido crecimiento, apoyado por el dinamismo de las exportaciones de los 50 y los 60 y el primer impulso del proceso de sustitución de las importaciones. Desde 1977 se acentúa la inestabilidad económica, sucediéndose varias recesiones con breves periodos de expansión. El inicio de la crisis de los 80 es más temprana en Perú que en la mayor parte de América Latina.

            A partir de 1979  se inicia la recuperación de la crisis de 1977-1978, impulsado por el restablecimiento de los términos del intercambio, una ampliación del volumen de exportaciones y un incremento de la inversión pública y privada, por lo que se pudo registrar una mejora en el sector externo y en las cuentas fiscales.

            En este momento se inicia un cambio de estrategia, impulsándose una mayor apertura económica y un menor grado de intervención estatal. Éstas se llevaron a cabo entre 1980 y 1982, durante el gobierno de Belaúnde. Se planteaba ampliar el sector exportador a través de la inversión extranjera y el endeudamiento externo, y alimentar la eficiencia de la actividad manufacturera y el desarrollo de la exportación no tradicional a través de la liberación arancelaria y la desprotección industrial. También se incrementaron los niveles de gasto corriente y la inversión en el sector público, al mismo tiempo que se sobrevaluaba la moneda nacional, en el momento en que se liberalizaban las importaciones, para controlar así las presiones inflacionistas.

            De esta manera, se priorizaba el incremento del consumo a corto plazo, basándose en que el crédito externo podría apoyar la balanza de pagos hasta que madurasen estas inversiones. No se pusieron en práctica, por tanto, políticas coherentes de ajuste estructural, al centrarse en el beneficio a corto plazo y no sentar las bases de un crecimiento económico a medio plazo.

            Se incrementaron las importaciones como consecuencia de la acumulación de presiones de importación contenidas en los años 70 por las prohibiciones vigentes, del rápido incremento de las inversiones públicas y privadas y de la sustitución de productos nacionales por importados, estimulada por la política de sobrevaluación y de liberalización del comercio exterior, que ejercieron un efecto negativo sobre el nivel de actividad industrial.   

La situación del sector externo se complicó en 1981-1982  por el deterioro de las cotizaciones internacionales de las exportaciones peruanas, debido a la recesión  internacional  de  inicios  de los  '80.  En 1981 se realizó un pre-pago de la deuda externa por 370.000.000$, para mejorar la imagen exterior y captar mayores flujos de recursos externos.

Al estallar la crisis internacional de la deuda los términos del intercambio disminuyeron en un 32% entre 1980 y 1982. El pequeño incremento de la exportación no pudo contrarrestar esta tendencia y se redujo. La balanza comercial se tornaba de esta manera negativa, agravándose el desequilibrio en cuenta corriente.

El déficit no pudo ser financiado con ingresos de capital a largo plazo, generándose una pérdida de reservas en 1981, que en 1982 pudo evitarse por un incremento de los desembolsos de crédito a largo plazo y por el alto nivel de endeudamiento a corto plazo. La crisis internacional de la deuda determinó que no pudiera perpetuarse esta estrategia, ya que no se podían captar los recursos necesarios para financiar el déficit externo.

El Gobierno de Belaúnde se vio obligado a adoptar una política de estabilización para afrontar los problemas del sector externo.  Las medidas adoptadas incluían: la aceleración de la devaluación, para elevar el tipo de cambio, alentando a las exportaciones y desincentivando las importaciones; la restricción del crédito al sector privado, para moderar la demanda interna; la imposición de una política salarial más restrictiva; la elevación de los precios y las tarifas de las empresas públicas; y la disminución de la inversión pública. Estas medidas tuvieron un impacto negativo en el nivel de actividad económica. La crisis fue agravada por los desastres naturales generados por la Corriente del Niño en 1983.

En este contexto de recesión se agravó el desempleo y el subempleo, acumulándose un conjunto de reivindicaciones que ejercían una gran influencia en el gobierno aprista. En 1985 el gobierno de Belaúnde concluye dejando de herencia una economía que ha superado coyunturalmente su desequilibrio externo y fiscal a costa de una profunda recesión y de un fuerte crecimiento de la inflación. Al mismo tiempo, el  aparato productivo dispone de una importante capacidad instalada no utilizada y de considerables reservas de divisas. Sin embargo, desde 1984 se han acumulado importantes retrasos en el servicio de la deuda externa, que apuntan a la necesidad de una negociación global con los acreedores externos.

El gobierno aprista (1985-1989) adoptó una política económica que, privilegiando la reactivación a corto plazo, sentaría las bases para ingresar en una etapa de inversión y ampliación de las exportaciones. Sin embargo, no se desarrolló una estrategia de crecimiento a medio plazo, capaz de racionalizar el manejo de la inversión pública y de ofrecer un marco de estabilidad al manejo macroeconómico y la concentración con los principales agentes productivos.

Las medidas tomadas desde agosto de 1985 a diciembre de 1986 incluyeron: el incremento de las remuneraciones y del empleo; la reducción de impuestos y el congelamiento de los precios de las empresas públicas, la estabilización de las tasas de cambio; el control de precios; la reducción de los intereses; y la limitación de los pagos de la deuda externa.

A pesar de los valores más o menos positivos, a finales de 1986 comenzaron a mostrarse los primeros síntomas de las dificultades económicas generadas por la política expansionista adoptada. Se presentó una tendencia al desequilibrio externo impulsado por  el incremento de las importaciones derivado de la reactivación y de la reducción del tipo de cambio real, que coincidió con un descenso de las exportaciones generado por el  deterioro de los términos del intercambio. 

Así en los primeros meses de 1987 comenzó el debate sobre la política económica a adoptar. El Gobierno de García optó, motivado por sus tendencias populistas, por mantener el crecimiento y controlar los desequilibrios con un mayor nivel de intervención del Estado en la economía, dando algunas ventajas a corto plazo.

De esta manera, se perpetuó la política de estimular la demanda mediante el incremento de las remuneraciones y el empleo y la ampliación del déficit fiscal del sector público. Se intentó contener el desequilibrio externo y la inflación mediante controles en la importación y en los precios, en la generalización de los subsidios y en el mantenimiento de una paridad sobrevaluada. Desde el segundo trimestre de 1987 la presión en el mercado de cambio paralelo aumentó, a la par que el diferencial con la tasa oficial, alimentándose las expectativas inflacionarias. Se intentó estimular la inversión privada por medio de la concentración con los grupos empresariales más significativos.

Dentro de este contexto el Gobierno de García planteó la estabilidad del sistema financiero. Sin embargo, frente a las expectativas iniciales, se generó una gran resistencia a esta medida, especialmente dentro de los sectores de ingresos medios y altos. Entonces se deterioraron las relaciones del régimen con los sectores empresariales nacionales, E mantenimiento de la orientación expansionista de la política económica permitió que el PBI registrase un crecimiento del 6,9% en 1987, basado en el dinamismo de la industria, la construcción y la agricultura, sectores estimulados por el crecimiento del consumo y la inversión privada.

A finales de 1987 se acumularon graves problemas que hacían inviable mantener la política adoptada. Se llegó a la plena utilización de la capacidad instalada en ciertos sectores críticos, como la industria básica de propiedad estatal, generándose la escasez y difundiéndose el mercado negro. Como reflejo del dinamismo de la economía y de la sobrevaluación de la moneda nacional las importaciones se incrementaron en un 18,2%,  y las exportaciones se mantuvieron en un nivel bajo, debido al deterioro de los términos de intercambio. El déficit comercial y de servicios resultante generó una fuerte pérdida de reservas.

Se incrementó el déficit del sector público, por la caída de la presión tributaria y de los precios reales de las empresas públicas, a pesar dela reducción de inversión estatal. La mayor parte del desequilibrio tuvo que ser cubierto con financiamiento interno ejerciendo un claro impacto inflacionario. El mantenimiento de los controles de precios y de las tasas de interés gravó la distorsión de los precios relativos y acentuó la represión financiera.

Se agravó el aislacionismo del país frente a los mercados financieros internacionales, sin que el Gobierno planteara una estrategia a medio y largo plazo en este ámbito. La reducción de las corrientes de financiamiento internacional afectó al gasto de capital del sector público, que mostraba una fuerte dependencia de la tecnología y del financiamiento externo.

Estos desequilibrios acabaron forzando al gobierno a modificar su política económica a finales de 1987.  Se intentó mantener la base social del régimen a través de un “crecimiento selectivo”, apuntando a la expansión de los sectores prioritarios, para asegurarles el acceso al crédito y las divisas, y por la contracción del resto del aparato productivo.

Este sistema representaba, por tanto una respuesta política, más que una táctica económica coherente y viable. Una vez más estas medidas tendieron a agravar la situación al postergar el ajuste y multiplicar los tipos de cambio y los controles, profundizar el déficit fiscal, acentuar la represión financiera y mantener la pérdida de reservas, estimulando la fuga de capital y el alza de la cotización del dólar en el mercado libre.

En septiembre de 1988 se aprobó una reorientación fundamental de la política económica adoptándose una orientación estabilizadora, pero con un enfoque gradualista e inconsistente. No se planteaba una adecuada perspectiva en el enfrentamiento de ciertos desequilibrios coyunturales básicos, como la reducción del déficit del sector público y la corrección de los desequilibrios en los precios relativos. Faltaba una integración del manejo coyuntural con perspectivas de medio y largo plazo, que hubiera permitido el establecimiento de acuerdos de inversión con el capital extranjero y la renegociación de la deuda externa, para estimular el crecimiento de las exportaciones a medio plazo.

Dentro de las medidas destacan la devaluación y unificación del tipo de cambio, la reducción de los subsidios y el incremento de los precios de las empresas públicas, el alza de los impuestos , la elevación de las tasas de interés y una política de restricción salarial y la flexibilización del control de precios. La orientación de las medidas apuntaba al restablecimiento del equilibrio externo y el saneamiento del déficit del sector público.

Sin embargo, las medidas adoptadas no pudieron enfrentar eficazmente todos los desequilibrios existentes, dilatándose el período y los costos del ajuste. El Gobierno tendía a moderar los incrementos de precios necesarios por temor a las repercusiones sociales y políticas de una política de shock plenamente coherente que hubiera corregido en un corto plazo los desbalances en los precios relativos y en las finanzas del  sector público. Por lo que se adoptaron reajustes parciales a finales de 1988 y principios de 1989. Pero esta reorientación tuvo una repercusión recesiva. El PBI descendió en 8,8% en 1988, y la industria y la construcción resultaron especialmente afectadas por la compresión del mercado interno, mientras que los niveles de producción de la minería se redujeron por efecto de las paralizaciones laborales.

La recesión se profundizó en la primera mitad de 1989, registrándose una disminución del PBI del 22,8%. La contracción se mantuvo con intensidad especialmente en los sectores ligados al mercado interno, cayendo los niveles de producción de la industria y a construcción.

Las causas del colapso del mercado interno se encuentran en tres factores principales: la caída del poder adquisitivo de las remuneraciones reales y del empleo; la reducción del gasto fiscal; y la contracción del sector privado.

La hiperinflación ha sido el factor detonante de las causas mencionadas. Al reducirse el volumen de la actividad productiva y corregirse parcialmente las distorsiones cambiarias, las importaciones registraron una fuerte caída pasando de 223.000.000 $ a 167.000.000 $, mientras que las exportaciones pasaron de 224.000.000$ a 292.000.000$. Como consecuencia, la balanza de pagos comenzó a mostrar una posición superavitaria.

            Esta política generó un restablecimiento temporal del sector externo, pero sin eliminar el desequilibrio en el sector público y corregir las graves distorsiones que presentan en los precios relativos.

La mejoría del sector externo desde los primeros meses de 1989 redundó en una menor  presión sobre la tasa de cambio, retrasándose significativamente la cotización del dólar  paralelo frente a la inflación interna.

El efecto de moderación de las presiones inflacionarias que deriva de esta  evolución fue reforzado por una política de limitación de los reajustes de los precios de las empresas públicas, acumulándose un retraso que tiende a profundizar el desequilibrio  del sector público. 

Pero no se trata solamente de una acentuación de su desequilibrio financiero de corto plazo. Más bien, se han acumulado desde 1985 las consecuencias negativas de una política de permanente subsidio de las empresas públicas al resto de la economía,  que  ha limitado severamente sus planes de inversión y deteriorado la eficiencia y productividad de sus operaciones.

De esta manera, la recesión generada y la disminución del poder adquisitivo de la población han desembocado en un saneamiento temporal y parcial de la situación coyuntural, sin sentar las bases de una nueva estrategia de desarrollo a mediano plazo, que pueda brindar una perspectiva más coherente a los diversos agentes económicos y apoyar sus esfuerzos de reconversión e inversión.

Probablemente la adopción más temprana de una política de estabilización más coherente hubiera podido moderar los costos del ajuste y sentar más rápidamente las bases  de la recuperación. La orientación populista de la política económica ha generado resultados muy desfavorables, profundizando la recesión, agravando la inflación y dificultando una recuperación del dinamismo productivo, ya que los niveles de inversión registrados desde 1985 han sido reducidos, se ha generado un deterioro estructural en la eficiencia y productividad del sector público y se han acumulado amplias reivindicaciones redistributivas.[1]

            Por último, queda reflejar el nivel pobreza, que como se ha ido viendo se acrecentó a causa de la disminución del poder adquisitivo, de la bajada de salarios y de la disminución de gastos sociales. Esto a su vez propició el aumento de las desigualdades sociales. La indignación popular podría verse, no solo en el aumento del mercado negro, sino en la aparición de grupos terroristas como Sendero Luminoso.[2]
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BIBLIOGRAFÍA




Ø  PORTOCARMELO, M.Felipe: La economía peruana en los años 80. Convenio SGB-GTZ; Universidad de San Marcos

Ø  CONTRERAS, Carlos et all.: “La economía peruana entre la Gran Depresión y el reformismo militar” en: Compendio de historia económica del Perú, Tomo V, Perú, 2014



[1] PORTOCARMELO, pp. 105-114.
[2] CONTRERAS,2014, pp. 11-17.

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